Estando de vacaciones en los Alpes, Tintín recibe una carta de Tchang en la que éste le anuncia su próxima visita, pues decide ir a trabajar a Londres. Por la mañana, el diario anuncia un accidente, en el Himalaya, del avión en el que él venía. Seguido de este anuncio, Tintín tiene un sueño donde ve a Tchang vivo, pidiéndole auxilio. Tintín, convencido de que el sueño ha sido premonitorio, cree que Tchang está vivo y parte hacia Katmandú con el objetivo de organizar una expedición de rescate.

Es así como ellos encuentran el fuselaje, pero ni una pista de las huellas de Tchang. Tintín encuentra entonces una gruta donde él ha grabado su nombre, lo que prueba que está vivo. Luego de haber sido acogidos en un monasterio y de haber recibido la visión de un monje, llegan al lugar indicado y hallan a Tchang, que había estado bajo los cuidados del Yeti.






Publicado en 1960, Tintín en el Tíbet es sin duda alguna el volumen más personal de Hergé, y es también en el que Tintín es más humano. Coincide con una época de graves turbulencias en la vida de Hergé, y su creación constituyó una verdadera terapia para él que le ayudó verdaderamente a salir adelante. Según nos cuenta el propio Hergé en aquella época, (año 1958), atravesaba una verdadera una crisis y sus sueños y pesadillas eran casi siempre blancos. Estos sueños se repetían siempre y el autor se vio en la necesidad de acudir a un psiquiatra que le aconsejó que abandonara este trabajo porque nunca lo acabaría. Cosa que por suerte Hergé no hizo. No solo acabó Tintín en el Tibet, sino que, en la opinión de muchos, es una de sus obras maestras. El color blanco reina también en casi toda la obra, pero esta vez no como una pesadilla sino como una depuración. Vemos aquí a Tintín en su vertiente más humana, muy preocupado por su amigo desaparecido y que emprende un larguísimo y peligroso viaje siguiendo un sueño donde lo ha visto con vida. Hergé da rienda suelta a su fascinación por Oriente y por los fenómenos paranormales: sueños premonitorios, telepatías, levitación...


Hergé se documentó bien a fondo para realizar esta obra. Para el yeti, según nos cuenta él mismo, tenía la lista de todas las personas dignas de crédito que lo habían visto, una descripción muy precisa de su forma de vida y fotografía de sus huellas. Hergé conoció al vencedor del Anapurna, Maurice Herzog, quien también había visto las huellas y se las describió, señalando que no eran las de ningun oso, sino las de alguien bípedo, que se detenían al pié de una montaña rocosa.